
Por: Rodrigo Almonacid
Durante más de treinta años, los skinheads han atemorizado las principales ciudades y estadios del mundo. Bogotá, quizás, ha sido la excepción a la regla, y el estadio “El Campín” se convirtió en la cuna de la primera barra brava de cabezas rapadas colombianas. Un día con “Erni”, percusionista de los skins, amante de la cerveza, la música y el buen fútbol.
Al fútbol con un cabeza rapada
Sisas, sisas. ¡Oi, oi, oi! ¡Skinheads! La, la, la ¡Skinheads! La, la, la. Las gradas retumban, la adrenalina recorre el cuerpo de los rapados y sus roncas voces intimidan a los asistentes del Nemesio Camacho “El Campín”.
Un sábado más en la capital colombiana y el estadio está a reventar. Una vez más la afición del Club Deportivo Los Millonarios no ha fallado, y los cabezas rapadas no son la excepción. Una veintena de jóvenes con jeans estrechos, botas Doctor Martens -tipo militar-, chaquetas de aviación naranja y tirantas caídas de distintos colores, no se cansan de alentar al más veces campeón del fútbol nacional.
Al mejor estilo de los hooligans europeos, los skinheads criollos imponen, con autoridad, su presencia en los estadios y las calles bogotanas. Los skins, o “calvos”, como popularmente se les conoce, empezaron a frecuentar el estadio en 1992, año en el que fundaron la reconocida barra brava los Comandos Azules. Luego, por enfrentamientos con integrantes de los Comandos, los skins formaron su propia barra: el Orgullo Bogotano Skinhead. Barra que acompaña en todos los partidos de local al equipo embajador.
En medio de la antesala del partido, en la tribuna oriental sur, me encuentro con Ernesto Sandoval, un “calvo” de veinte años de edad. Moreno. Estudiante de Ciencias Políticas. Acuerpado y de mediana estatura (no más de uno setenta metros), lleva más de cuatro años en el movimiento skin. Me estrecha la mano fuertemente y se prepara para afinar su tambor. Para muchos esto es una moda o algo pasajero, pero la verdad es que es una forma de vivir. Es algo que se lleva en el corazón, asegura.
Sus tatuajes en los brazos y el pecho, son la prueba contundente de que esto no es un simple juego. Un skinhead crucificado en su hombro derecho, una telaraña en su codo izquierda y un laurel en su corazón son, entre otros, la prueba de su convicción y orgullo de estar rapado.
La gente casi siempre se cambia de andén cuando nos ve. Si voy solo no es tan tenaz, pero de todas formas se siente cierto tipo de rechazo.
¿Por su forma de vestir?
Quizás si, pero más por la fama de violentos que tenemos gracias a la usurpación de nuestra cultura por parte de los cabezas huecas, de los nazis.
Y es que, aunque la mayoría de personas lo desconozca, el movimiento skinhead, originalmente, era de corte antirracista, antifascista y multicultural. Los nazis nos robaron la imagen y, a través de los años, desde 1969, hemos intentado recuperarla –y añade entre risas- si no mire mi cabeza. Una cabeza, que parece más un mapa, repleta de cicatrices productos de peleas callejeras y un accidente automovilístico.
Empieza el aguante
El partido está a punto de empezar y Ernesto, o “Erni”, como le dicen “los colegas”, se apodera del tambor que le dará ritmo al “aguante”, es decir, a los cánticos de apoyo al equipo o a la barra misma. La barra se organiza, se voltean su chaqueta Bomber y toda la atención del estadio recae sobre ellos.
Somos skinheads y en la barra nadie resiste a nuestro lado. Porque nos gusta el buen beber, la buena cerveza, las ostias en el bar, beber los que puedas sin parar.
Las roncas voces de los skins son opacadas por el resto de barras que apoyan a Millonarios, pero a ellos parece no importarles. Ernesto sigue marcando el compás a seguir. En ocasiones pareciera que su vida girara en torno al fútbol, a la cerveza, a las mujeres y, por qué no, a la violencia. Yo no soy ni violento ni pacifista, simplemente me hago respetar. Aunque eso no significa que emplee la violencia gratuita. Siempre tiene que haber una justificación.
La función ha iniciado y los equipos salen a la cancha. La lluvia de papeles, los miles de corazones latiendo a mil por hora, hacen olvidar a quien sea de cualquier tipo de problema que lo aqueje. La marea de humo blanquiazul nubla la vista de “El Campín”. Lo único visible son las chaquetas naranjas de los rapados, entre ellos Ernesto, que grita sin parar: Embajador, ponga huevo y corazón, desde que nací te llevo en el corazón, para todo el aguante te sigo a todas partes, para toda esta familia… que vive de esta alegría.
Los minutos pasan y el público se va desesperando. No llega el gol, pero ellos siguen firmes. No se desesperan ni se tornan violentos. Hay tiempo para el “valseo” y para uno que otro madrazo. Eso si, nunca por motivos raciales o culturales, simplemente por que no hacen lo que deber hacer, afirma Ernesto. Quien desde que tiene memoria ha ido a apoyar a su Millos del alma. Mi papá y mi abuelo fundaron una pequeña barra, que ya se acabó, y de ahí mi gusto y pasión por el fútbol y por el azul.
Ernesto es conciente de que no siempre el equipo va a rendir como ellos desean, pero de eso se trata “el aguante”: gritar, gritar, y gritar sin importar el resultado del juego. Los skins siguen saltando y sus botas de acero levantan el polvo del piso. Ninguno está borracho y muchísimo menos con rastro de droga. La droga es para los hippies y para los cobardes que no afrontan sus problemas, dice Erni.
De repente un grito ensordecedor se toma al estadio. Millonarios ha anotado y la dicha de los skins es notoria. Saltan, se ríen, se abrazan y, algunos, levantan su puño izquierdo en señal de victoria. En estos momentos su rudeza y seriedad parece desaparecer, aunque es cuestión de segundos para que la intimidación vuelva. El grito londinense de Sisas, sisas. ¡Oi, oi, oi!, reaparece en las gradas como un grito de triunfo de un guerrero que se acerca a la estocada final, sólo que esta vez no habrá muerto.
Simplemente un skinhead
El partido se acerca a su final y Millonarios derrota a su rival de turno por una amplia diferencia de cuatro goles. La dicha es total y ya se planea la forma de festejar el triunfo capitalino. Ernesto no para de tocar el bombo y sus colegas no paran de animar la fiesta. Niños, padres de familia, y otros jóvenes, se unen a la celebración de los rapados que no paran de alentar al equipo de sus amores. Ni una discusión, ni una riña en todo el partido. De pronto por la falta de hinchada visitante, de pronto porque así son. Yo no le voy a decir mentiras, pero si ha habido varias peleas feas sobretodo con la gente de Nacional. La prohibición del ingreso de tubos PVC al estadio es gracias a nosotros. Batallas campales, pero aquí estamos, dice con orgullo y cierta modestia Ernesto, quien también es baterista de una banda de streetpunk –género musical que une a los punks y a los skins-.
El juez alza las manos y pita el final del compromiso. La dicha es total y el trapo, o bandera, que homenajea a Alex de la Naranja Mecánica, es recogido rápidamente. Por fin los rugientes gritos de los skins van desapareciendo poco a poco. El bombo es guardado en un viejo y negro estuche, y los rapados empiezan a preparar su noche. Aún no saben a donde irán, sólo se sabe que el mayor invitado será el alcohol.
Ernesto está feliz y sonríe. El fin de semana concurrirá tranquilo y la unión de los skins será cada vez más fuerte en el concierto de sus bandas más representativas en un pequeño local de Chapinero. Un skin con pobladas patillas y la cabeza recién rapada, saluda a Erni y lo invita a la fiesta.
“¿Parcha a la sesenta?"
No compa, hoy no puedo. Mañana madrugo a trabajar.
Sí, Ernesto paga buena parte de sus estudios en una universidad privada. Trabaja casi todos los días de la semana por poco más del salario mínimo. Aún así no es de clase baja. Aunque su estética sea poco convencional no significa que sea un vago, pues su ideología de izquierda, y la vida misma, le han enseñado a luchar por sus ideales de una forma racional.
Él no busca reconocimiento ni infundir temor entre las personas. Entonces qué pretende con su postura, le pregunto. Porque su actitud da miedo y no todo es color de rosas, añado. Se lo respondo con un poema- me dice- Tu hogar está en las calles, que te han visto crecer. Qué tu barrio es tu patria, no lo quieren comprender. La gente se confunde, pero qué le vas a hacer. Tampoco eres un santo, simplemente un skinhead.
Al fútbol con un cabeza rapada
Sisas, sisas. ¡Oi, oi, oi! ¡Skinheads! La, la, la ¡Skinheads! La, la, la. Las gradas retumban, la adrenalina recorre el cuerpo de los rapados y sus roncas voces intimidan a los asistentes del Nemesio Camacho “El Campín”.
Un sábado más en la capital colombiana y el estadio está a reventar. Una vez más la afición del Club Deportivo Los Millonarios no ha fallado, y los cabezas rapadas no son la excepción. Una veintena de jóvenes con jeans estrechos, botas Doctor Martens -tipo militar-, chaquetas de aviación naranja y tirantas caídas de distintos colores, no se cansan de alentar al más veces campeón del fútbol nacional.
Al mejor estilo de los hooligans europeos, los skinheads criollos imponen, con autoridad, su presencia en los estadios y las calles bogotanas. Los skins, o “calvos”, como popularmente se les conoce, empezaron a frecuentar el estadio en 1992, año en el que fundaron la reconocida barra brava los Comandos Azules. Luego, por enfrentamientos con integrantes de los Comandos, los skins formaron su propia barra: el Orgullo Bogotano Skinhead. Barra que acompaña en todos los partidos de local al equipo embajador.
En medio de la antesala del partido, en la tribuna oriental sur, me encuentro con Ernesto Sandoval, un “calvo” de veinte años de edad. Moreno. Estudiante de Ciencias Políticas. Acuerpado y de mediana estatura (no más de uno setenta metros), lleva más de cuatro años en el movimiento skin. Me estrecha la mano fuertemente y se prepara para afinar su tambor. Para muchos esto es una moda o algo pasajero, pero la verdad es que es una forma de vivir. Es algo que se lleva en el corazón, asegura.
Sus tatuajes en los brazos y el pecho, son la prueba contundente de que esto no es un simple juego. Un skinhead crucificado en su hombro derecho, una telaraña en su codo izquierda y un laurel en su corazón son, entre otros, la prueba de su convicción y orgullo de estar rapado.
La gente casi siempre se cambia de andén cuando nos ve. Si voy solo no es tan tenaz, pero de todas formas se siente cierto tipo de rechazo.
¿Por su forma de vestir?
Quizás si, pero más por la fama de violentos que tenemos gracias a la usurpación de nuestra cultura por parte de los cabezas huecas, de los nazis.
Y es que, aunque la mayoría de personas lo desconozca, el movimiento skinhead, originalmente, era de corte antirracista, antifascista y multicultural. Los nazis nos robaron la imagen y, a través de los años, desde 1969, hemos intentado recuperarla –y añade entre risas- si no mire mi cabeza. Una cabeza, que parece más un mapa, repleta de cicatrices productos de peleas callejeras y un accidente automovilístico.
Empieza el aguante
El partido está a punto de empezar y Ernesto, o “Erni”, como le dicen “los colegas”, se apodera del tambor que le dará ritmo al “aguante”, es decir, a los cánticos de apoyo al equipo o a la barra misma. La barra se organiza, se voltean su chaqueta Bomber y toda la atención del estadio recae sobre ellos.
Somos skinheads y en la barra nadie resiste a nuestro lado. Porque nos gusta el buen beber, la buena cerveza, las ostias en el bar, beber los que puedas sin parar.
Las roncas voces de los skins son opacadas por el resto de barras que apoyan a Millonarios, pero a ellos parece no importarles. Ernesto sigue marcando el compás a seguir. En ocasiones pareciera que su vida girara en torno al fútbol, a la cerveza, a las mujeres y, por qué no, a la violencia. Yo no soy ni violento ni pacifista, simplemente me hago respetar. Aunque eso no significa que emplee la violencia gratuita. Siempre tiene que haber una justificación.
La función ha iniciado y los equipos salen a la cancha. La lluvia de papeles, los miles de corazones latiendo a mil por hora, hacen olvidar a quien sea de cualquier tipo de problema que lo aqueje. La marea de humo blanquiazul nubla la vista de “El Campín”. Lo único visible son las chaquetas naranjas de los rapados, entre ellos Ernesto, que grita sin parar: Embajador, ponga huevo y corazón, desde que nací te llevo en el corazón, para todo el aguante te sigo a todas partes, para toda esta familia… que vive de esta alegría.
Los minutos pasan y el público se va desesperando. No llega el gol, pero ellos siguen firmes. No se desesperan ni se tornan violentos. Hay tiempo para el “valseo” y para uno que otro madrazo. Eso si, nunca por motivos raciales o culturales, simplemente por que no hacen lo que deber hacer, afirma Ernesto. Quien desde que tiene memoria ha ido a apoyar a su Millos del alma. Mi papá y mi abuelo fundaron una pequeña barra, que ya se acabó, y de ahí mi gusto y pasión por el fútbol y por el azul.
Ernesto es conciente de que no siempre el equipo va a rendir como ellos desean, pero de eso se trata “el aguante”: gritar, gritar, y gritar sin importar el resultado del juego. Los skins siguen saltando y sus botas de acero levantan el polvo del piso. Ninguno está borracho y muchísimo menos con rastro de droga. La droga es para los hippies y para los cobardes que no afrontan sus problemas, dice Erni.
De repente un grito ensordecedor se toma al estadio. Millonarios ha anotado y la dicha de los skins es notoria. Saltan, se ríen, se abrazan y, algunos, levantan su puño izquierdo en señal de victoria. En estos momentos su rudeza y seriedad parece desaparecer, aunque es cuestión de segundos para que la intimidación vuelva. El grito londinense de Sisas, sisas. ¡Oi, oi, oi!, reaparece en las gradas como un grito de triunfo de un guerrero que se acerca a la estocada final, sólo que esta vez no habrá muerto.
Simplemente un skinhead
El partido se acerca a su final y Millonarios derrota a su rival de turno por una amplia diferencia de cuatro goles. La dicha es total y ya se planea la forma de festejar el triunfo capitalino. Ernesto no para de tocar el bombo y sus colegas no paran de animar la fiesta. Niños, padres de familia, y otros jóvenes, se unen a la celebración de los rapados que no paran de alentar al equipo de sus amores. Ni una discusión, ni una riña en todo el partido. De pronto por la falta de hinchada visitante, de pronto porque así son. Yo no le voy a decir mentiras, pero si ha habido varias peleas feas sobretodo con la gente de Nacional. La prohibición del ingreso de tubos PVC al estadio es gracias a nosotros. Batallas campales, pero aquí estamos, dice con orgullo y cierta modestia Ernesto, quien también es baterista de una banda de streetpunk –género musical que une a los punks y a los skins-.
El juez alza las manos y pita el final del compromiso. La dicha es total y el trapo, o bandera, que homenajea a Alex de la Naranja Mecánica, es recogido rápidamente. Por fin los rugientes gritos de los skins van desapareciendo poco a poco. El bombo es guardado en un viejo y negro estuche, y los rapados empiezan a preparar su noche. Aún no saben a donde irán, sólo se sabe que el mayor invitado será el alcohol.
Ernesto está feliz y sonríe. El fin de semana concurrirá tranquilo y la unión de los skins será cada vez más fuerte en el concierto de sus bandas más representativas en un pequeño local de Chapinero. Un skin con pobladas patillas y la cabeza recién rapada, saluda a Erni y lo invita a la fiesta.
“¿Parcha a la sesenta?"
No compa, hoy no puedo. Mañana madrugo a trabajar.
Sí, Ernesto paga buena parte de sus estudios en una universidad privada. Trabaja casi todos los días de la semana por poco más del salario mínimo. Aún así no es de clase baja. Aunque su estética sea poco convencional no significa que sea un vago, pues su ideología de izquierda, y la vida misma, le han enseñado a luchar por sus ideales de una forma racional.
Él no busca reconocimiento ni infundir temor entre las personas. Entonces qué pretende con su postura, le pregunto. Porque su actitud da miedo y no todo es color de rosas, añado. Se lo respondo con un poema- me dice- Tu hogar está en las calles, que te han visto crecer. Qué tu barrio es tu patria, no lo quieren comprender. La gente se confunde, pero qué le vas a hacer. Tampoco eres un santo, simplemente un skinhead.